martes, 15 de abril de 2014

Nuevas Observaciones.

"La intolerancia puede ser definida aproximadamente como la indignación de los hombres que no tienen opiniones”.
- G. K. Chesterton-


En alguna de las materias de “Hotelería y Turismo” de una de las menos conocidas universidades de Bogotá, se nos pidió hacer un ensayo sobre la posición del lector en el siglo XXI. El trabajo sería revisado por los estudiantes de la facultad de “Filosofía y Letras”.  Especialmente por alumnos de esta última especialidad. Con – a mi criterio- conocimientos relativamente amplios sobre literatura concluí un trabajo decente.
Los trabajos fueron anónimos, pero por una razón no explícita se supo de la autoría de mi ensayo.  En la mitad del trabajo  aseguré que  a mi criterio Miss Agatha Christie superaba en muchos aspectos los relatos que creo Poe (y con los cuales inició el género). Se burlaron de mí al desechar las obras de Chandler y Hammet y ensalzar a George Martin. De igual forma creyeron que mentía -y por consiguiente, que menospreciaba su carrera-  al decir que el Ulises de Joyce debe ser evitado por su dificultad (incluso el de Tennyson es complejo), y que Homero no debería ser incluido en los programas escolares. Los niños deberían leer cosas que los emocionen como neófitos en el campo. Cada vez que voy a uno de los grandes centros comerciales de Bogotá encuentro libros con tapas duras, en ellos destacan dragones escupiendo, adolescentes antropomórficos, rebeldes y enamorados. Me gustan esos libros ¿por qué no? “Sólo lo difícil es estimulante” me dijeron, citando a Lezama Lima. Por preferir a Rowling que cualquiera de las tragedias de Esquilo, por defender a Benedetti (cuyos aforismos me emocionan), por gustar de “Cien años de Soledad” (que en la facultad de Letras es abiertamente criticado), por odiar la prosa de Andrés Caicedo, por haber abandonado la lectura de “La Vorágine” al parecerme soporífero y sobre todo por amar la obra de Fernando Vallejo.
Los alumnos de aquella facultad son tontos, intolerantes, pseudo intelectuales en progreso. Su definición de literatura no está por encima de la mía. Mi amor a los libros, su amor a las letras. ¿Nuestro odio a los números?
 Al terminar estas líneas continuaré con mi lectura de King, que por ser aficionado a sus novelas (y no, por ejemplo, a las de Dostoyevski) no se me considere ignorante. Por favor, lean a Chesterton. 

jueves, 26 de septiembre de 2013

De mi próxima visita a Lima

He abandonado los reflejos (aunque aún hablo con ellos). He dejado un cuento impoluto. He vejado la amistad de mil concupiscencias. He abandonado el hogar del abandonado. No, mi amigo, esto no va ni irá en verso (basta ya de esa palabra). Acabo (o no acabo) de terminar un trabajo. Otros escritos de mierda sobre escritores de mierda y ya no puedo más. Me afligen las horas. Me atormenta el segundero. Me detuve cinco segundos y las letras ya no fluyen (ya no fluye la permanencia). Debo leer, me digo. Debo llover, me digo.
Ah, llover… Si tan sólo fuera la palabra propicia (creo que me entiendes, mi amiga). Va a llover en Lima, va a formarse un charco de mierda y caminaré por él.
Es el sonido de la guitarra lo que oyes ¿no es así? Ahora se va formando, entra por tus ombligos frontales y percibes la incomodidad de estar leyendo esto.
Son las líneas del porvenir, son la copula del que llega. Él o ella no lo saben pero va a ser casi de improviso. Solos en una cama rodeada de rostros. Rostros rodeando un par de cuerpos desnudos, lujuriosos de placer… el placer del conocimiento.
¿Te olvidaste de la lluvia, mi amigo? Debo reconocer que por un segundo, o tal vez dos meses yo la olvidé. Se diluía en las pisadas; en las escaleras para ser exactos. Cada paso la dejaba olvidada. Y ahora él (o ella) espera la no – visita del visitante. Espera que no lleguen sorpresas cuando lo que él más quiere es el tormento. El tormento de seguir escribiendo esto y que el minutero (primo del segundero) avance (o no avance) rápida y lentamente.
No haré descripción alguna de sus cualidades, pues en boca mía se vuelven atrocidades. Pido perdón, mi amiga, si estás confundido, son los reflejos que me llaman a cada instante (y pensar que yo los invocaba en las vacaciones y ellos dichos en las costas del Atlántico, bronceándose con temperaturas de hasta cinco grados) y no puedo ignorarlos. Ya he perdido suficientes amigos.
Pero tú, mi amigo, tú no me abandones. Abandona al que escribe cuentos a sus amigos. Olvida al que no para de hablar en metáfora (Ah, cobarde de mierda que no dice las palabras directamente). Su intención es buena pero él no lo sabe. El bastardillo sigue pensando en los espejos y la cópula (los primero están al borde del precipicio relamiéndose, sintiendo cerca el abismo. La segunda espera dos compañeros).
Se acaba la hoja y tú debes volver al hogar. Que no te preocupe los siguientes puntos suspensivos, son los número cuatro, los flequillos, las caras aindiadas, las melenas rubias, los vientres hinchados, los hijos desparramados, los anteojos rotos, los compañeros de la ingratitud…

lunes, 3 de junio de 2013

El Pan nuestro (Cesar Vallejo)

Se bebe el desayuno... Húmeda tierra 
de cementerio huele a sangre amada. 
Ciudad de invierno... La mordaz cruzada 
de una carreta que arrastrar parece 
una emoción de ayuno encadenada! 

Se quisiera tocar todas las puertas, 
y preguntar por no sé quién; y luego 
ver a los pobres, y, llorando quedos, 
dar pedacitos de pan fresco a todos. 
Y saquear a los ricos sus viñedos 
con las dos manos santas 
que a un golpe de luz 
volaron desclavadas de la Cruz! 

Pestaña matinal, no os levantéis! 
¡El pan nuestro de cada día dánoslo, 
Señor...! 

Todos mis huesos son ajenos; 
yo talvez los robé! 
Yo vine a darme lo que acaso estuvo 
asignado para otro; 
y pienso que, si no hubiera nacido, 
otro pobre tomara este café! 
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré! 

Y en esta hora fría, en que la tierra 
trasciende a polvo humano y es tan triste, 
quisiera yo tocar todas las puertas, 
y suplicar a no sé quién, perdón, 
y hacerle pedacitos de pan fresco 
aquí, en el horno de mi corazón...!

jueves, 4 de octubre de 2012

Circe, otra vez



Cruzando la pista Delia tomaba mi mano, desde ese momento ésta dejaba de pertenecerme, las falanges esqueléticas se alejaban cada vez más de mí para pertenecerle voluntariosamente. Mirada de la Sra. Iribarne y hoy vamos a mi lugar favorito, la sonrisa de Delia resplandecía a ambos lados de la calle, sus cabellos compelidos en un muñón castaño y yo cada vez más lejos de mí, sin una mano pero feliz. ¿Dónde?, pues donde mamá Rosa ¿cómo? yo también pensé haber escuchado mal, señora Iribarne, a demás me era imposible negarle algo, donde mamá Rosa, Delia.
  Creo que usted se equivoca   dijo el Sr. Iribarne   ella era completamente consiente de todo.
... Delia - exclamé.
 Su rostro formando una constelación de imágenes, un ramo de rosas, un paseo en bote, te equivocas- pensé- mamá Rosa no volverá, jamás lo hará, la heladería es ahora una tienda de baratijas, Delia y ¿quién dices?, tu inocencia paraliza mi razón, tu candidez te vuelve perfecta y símbolo de beldad. Estático. En medio de la pista dejé de caminar, asías mi mano como esperando que reaccionase, qué pasa, tontito, vamos. Reafirmo lo dicho, inmóvil, ni un paso más, esperando el cambio de colores para poder descansar, observando cómo intentas despertarme de mi letargo con palabras sin sentido, con diminutivos incoherentes y que lo último que en realidad desearía ver fueras tú, Delia ¿ pensó eso? Tal vez sí. A cada instante perdía mi voluntad. Estas ya no me pertenecían. Fue el momento Sra. Iribarne.
 
—… Y el mío será de frambuesa  ­ dijo Delia   a menos que Antonito prefiera otro.
 
  Júrelo   dijo el Sr. Iribarne  reafirme sus palabras.
 
  ¿Quién? pregunté
 Los autos se acercan, Delia, cumple el deseo de caer junto a ti, de verte, de obsequiarte mi mano si así lo deseas, sólo deja de mencionar a mamá Rosa, por favor, te lo suplico, tranquilo, joven, ella no volverá, está muerta y así continuará, este es el momento para alcanzarla, los dos o los tres. Ese es uno rojo y parece que tiene prisa, tontito, si te tardas llegaremos tarde; por qué he de paralizarme al contemplarte, es una quimera el tan solo tratar de ignorarte, después de todo… y que el mío sea de nueces, mi conato es hacer de tu risa una realidad, el patíbulo espera por mis más profundos arcanos. Y avanzo, Sr. Iribarne, ella provoca para mi coleto algo sin definición, estoy impelido a obedecerla y bueno si tú quieres, ahora apúrate. Delia parecía preocupada en algo más allá de mí o de un postre, a cada momento lanzaba una mirada al vacío y le dirigía la palabra, su mirada estaba a la altura de sus pueriles caderas, ya llegamos, dice, ya llegamos, Delia, deja que te explique.
  Que no había nada   dijo el Sr. Iribarne.
  Qué raro   se lamentó Delia.
  A lo mejor está de viaje   dije.
  No puede ser, ayer hablé con ella   explicó Delia.
  Usted está loco   gritó en nombre de la iniquidad el Sr Iribarne
  Argüir que es mentira es aceptar la frase de Delia, sus labios expelen confianza e inocencia, yo estoy seguro de mi insania, mas no en la tuya, Delia. Cómo se atreve, solo relato lo que escuché, Sr Iribarne y ella hay que esperarla un rato, somos sus más asiduos clientes. La tienda de baratijas está construida sobre las cenizas de un viejo burdel y éste sobre los escombros de una heladería. La viaraza se apodera de todo y quisiera librarte de esta situación, tomarte de los brazos, besarte y luego salir corriendo de aquí, en este lance soy yo quien debe tomar protagonismo pero no reír. ¿Ríes, Delia? Qué untuoso es todo esto, en el más absurdo de los momentos es cuando ríes, nombras a Antonito y nada más, vives por Antonito y nada más. Antonito dice que nos vayamos y la mirada perdida, ahí, a la altura de sus caderas, habla con tanta seguridad, me es imposible descifrar las frases, solo se escucha: Antonito, Antonito.
  Vamos al parque  dice Delia.
 relata Antonito.
  No sé si confiar en usted - dice el Sr Iribarne.
 Por favor, Sra. Iribarne, usted lo sabe - rogué desesperanzado.
 Mientras nos dirigíamos al parque ella no dejaba de sorprenderme, sus pasos seguros desmentían su edad, su cabellera era dorada a la luz del sol, su mano en forma de puño golpea el aire, sostiene algo… cuando llegó estuvo encerrada en su habitación y mientras observábamos la floresta acomodó su falda gris a rayas y se sentó en el césped, corre, gritó, juega, confirmó, en la resolana sus palabras parecían formar un vendaval de confusiones, los arcanos jugueteando con el viento y ella estuvo silenciosa un buen rato, pero minutos después gritaba, alegre, parecía, otras muy furiosa, cómo decirlo… una ninfa jugueteando con las mariposas (¡hadas!) no pudo estar cinco segundos sentada, su alma de niña feliz la impelía a ralentizar el tiempo, corre, grita, todo el parque es tuyo y cuidado Delia, hay muchas rocas por aquí. Ha vejado mi razón, mientras continúa el juego ella parece proteger algo o alguien, se quita la campera, felicidad de niña, corre con cuidado, por favor, se detiene ¿qué pasa, Delia?... parecía una madre. ¿Estás segura, Delia? Ella sí, cómo he de equivocarme, soy su madre y sé el comportamiento que debe tener una, además luego lloró y lo nombró, mientras trataba de consolarte tus gemidos reverberaban en todo el lugar, sin embargo debo cuidarlo, sólo lo tengo a él, vivo para él, ya no llores, Antonito, por lo que más quieras, ya no llores.
 Y ahora me lo vienes a decir, Delia   rugió el Sr Iribarne
 N- no lo sabía titubeó la Sra. Iribarne
  Ése era el nombre   expliqué.
 En el paráfrasis me encontraba con una pared con nombre, su estatura me hacía imposible saltarla, rodeados de polen y robles de más de cincuenta años, Delia ubicase en medio de la incoherencia, sujeta esperanzada la campera, tengo frío, el aroma de los jazmines lo marea, castañeaban le los dientes, traté de arroparla y debes cuidarte, Delia, recuerda el asma, ella cómo dices eso, acaso no ves que él lo necesita más. Oh, Delia, el hálito universal envuelve esta confusión y aquiescencia, oscila la cordura y el amor, tus palabras ( frases, en realidad) entran en lid con la insania, sin embargo hay que cuidarlo, cómo dije eso, perdón, perdón, no llores, toma mi gabán y no llores, acaso sus lagrimas rozando por sus pómulos, viajando por las mejillas y estancándose en su boca me vuelven indefenso, no encuentro medio para protegerme de su galimatías, a casa, claro, Delia, a casa, con una mano limpias los vestigios del llanto y con un beso recompensas mi cariño, eso de estar a la intemperie te hace mal, siempre con tu templanza, tontito y vuelves a la carga con lo de Antonito, Antonito, luego se te acerca un gato, pequeño y negro, a éste no le dañaron un ojo, Delia, ella ríe, es su cuento favorito pero no es su animal preferido, que se aleje del niño, es alérgico a todo, el gatito lindo pero debo cuidarlo y él en la más profundo de las zozobras, contemplándote estúpido, su cuento favorito, tontito, es seguro que no gusta de ningún animal, recuerda acaso el conejo ése, tan blanco como la sal de casa, tan puro como el agua de manantial y muerto solo a la semana, Sra. Iribarne, se murió así porque así, nunca lo tocó, siempre protegiendo algo o alguien, mirando a la altura de sus caderas, contemplándolo con el amor que no me pertenece, a casa, te serviré café con leche y nada de gatitos, Delia, ya nos vamos, limpia la falda, aquí en el parque hay muchos bichos, qué asco, has vuelto a sonreír (perlas como brillo de mañana), en tu ausencia he de recordar y proyectar tus dientes, tus cabellos (sólo porque les gusta a los poetas) y tus ojos del color indescifrable ( ¡qué decir de los ojos!) serán el escapulario inolvidable que llevaré por siempre conmigo.
  No ha vuelto a nombrarlo   dijo la Sra. Iribarne.
  Es un niño, ya lo ves   dijo confundida Delia.
- Está en su cuarto   pregunté
Sí   dijeron al unísono los señores Iribarne.
 Cómo que no lo ves  dijo Delia indignada.
— Te quiero
  confirmé

 Cuando han de preguntarme por ti diré la verdad, que la incólume prueba de que la maledicencia no ha podido socavar con tu belleza es explícitamente cierto, la humanidad que demuestras es digna de ínfulas y atavíos, el desprecio a todos por igual (jamás dije esto)… y sobre todo estar ligado a ti. Hoy te visito como cada semana, me has pedido vino tinto y otros extravagantes licores, no te los negaré (no puedo); mientras los coloco en la mesa de noche tus padres me observan dubitativos, mi historia ha calado en ellos más de lo que esperaba, en realidad pensé que para este momento ya no estuviesen aquí, ni siquiera en el país, posiblemente tengan la vaga esperanza de que te lleve a vivir conmigo, posiblemente… (¡Hadas!) y tontito no te olvides de lo prometido y yo jamás, Delia, es un sabor muy extraño, solo espero que al encontrarlo tus padres no lo coman, naranja con leche, cómo habría de saberlo, es callado, sí, si lo hubiéramos sabido ese día tal vez no lloraría ya (risas), lo sé, así son los niños, caerse (hoy ya no lloran por eso), sólo espera el regalo Antonito. Sorpresa.


lunes, 28 de mayo de 2012

Los Moribundos (Julio Ramón Ribeyro)

A los dos días que empezó la guerra comenzaron a llegar a Paita los primeros camiones con muertos. Mi hermano Javier me llevó a verlos a la entrada del hospital. Los camiones se detenían un momento frente al portón y los enfermeros salían para echarles una ojeada. A veces encontraban a un moribundo entre tanto cadaver, lo ponían en una camilla, lo metían rápidamente al hospital y el camión seguía rumbo al cementerio.
-Los que tienen polainas son los ecuatoriaaanos -decía Javier-. Los que tienen botas son los peruanos.
Pero estos detalles me tenían sin cuidado, pues lo único que me interesaba era ver cómo los muertos, al morir, trataban de abrir la boca y de enseñar los dientes, aunque fuera los dientes rotos a travez de los labios rotos. Me llamaba la atención la risa de los muertos, una risa que yo encontraba, no sé por qué, un poco provocadora, como la risa de aquellas personas que lo hacen sin ganas, solamente por fastidiarnos la paciencia. Otra impresión no me producían los muertos, quizás porque habían demasiados y su misma abundancia destruía ese efecto patético que produce el muerto solitario. Ya no parecían hombres los muertos en camionadas. Parecían cucarachas o pescados.
-¿Y por qué los traen hasta aquí? -le preguunté a Javier- ¿Por qué no los dejan en Tumbes o los entierran en la frontera?
-No sé -me respondió-. Yo creo que los traaen vivos, pero que se mueren en el camino.
Cuando regresábamos a casa me enseñó dos tiendas que estaban con las puertas cerradas. En ambas habían pintado con tiza la palabra mono.
-A los ecuatorianos les dicen monos -me expplicó-. Estas tiendas son de monos, que no abren porque tienen miedo o porque se han ido. En Paita y en Tumbes hay bastantes monos. A nosotros en Ecuador nos dicen gallinas, porque hemos perdido todas las guerras, la con Chile, la con Colombia, ... qué sé yo... Pero esta sí que no la perdemos.

En la casa: mi hermana Eulalia estaba llorando porque a su novio Marcos, que es teniente, lo habían destacado a la frontera. Esa mañana había recibido una carta de él desde Tumbes, en la que contaba la batalla d Zarumilla y la captura de Puerto Bolívar. Mi mamá le daba valeriana para calmarle los nervios y encendía velas a todos los santos. Mi papá, en cambio, no hacía sino renegar de la mañana a la noche. Las clases del Colegio Nacional, donde es profesor, habían sido suspendidas a causa de la guerra y por esta razón andaba ocioso por la casa, sin saber que hacer con su enorme mañana en blanco.

-¿A mí qué me importa la guerra? exclamaba--. Si todos supieran bien su cartilla y su tabla de multiplicar no tendrían por qué estarse matando. ¡Y yo que pensaba aplazar esta semana a Pérez en botánica.

Pronto los muertos no entraron ya en el cementerio ni los heridos en el hospital. A los muertos comenzaron a enterrarlos cerca del río y a los heridos a guardarlos en el municipio y en el Colegio Nacional. Mi papá salió muy alborotado cuando se enteró de esto, para ver qué iba a pasar con su salón de clase. Todos esperábamos que regresaría rabiando, pero llegó muy orondo, con un brazalete rojo en la manga de su camisa.
-Pertenezco al cuerpo de requisición de cuaartos vacíos -dijo-. Tengo que regresar esta tarde al colegio para ver dónde metemos a los heridos. Hoy han llegado siete ambulancias.

Esa noche vino Marcos del frente. Lo habían mandado a Paita con una misión especial. Lo primero que hizo fue venir a casa y se estuvo allí hablando hasta tarde. Mi hermana lo tocaba por todas partes, para ver si no estaba herido, sorprendida de que viniera de la guerra sin que le faltara un brazo o por lo menos un dedo.
-Déjame que me haces cosquillas -se quejabbba Marcos y seguía contando la batalla de Zarumilla y la captura de Puerto Bolívar. Algunos vecinos habían venido para escucharlo.
-¿Es verdad que lanzamos paracaidistas? -lee preguntaron.
-Lanzamos seis. Uno de ellos cayó en el maar y fue recogido por una lancha ecuatoriana. Pero los otros cinco capturaron el puerto.
-¿Y esta guerra, la ganamos o no?
-Ya está ganada.
-¡Viva el Perú! -gritó uno de los vecinos...
Nadie le hizo caso.

Al día siguiente mi padre llegó a la casa muy campante:
-Hoy he metido siete heridos en la parroquiia y cuatro en la casa de Timoteo Velázquez, que tiene huerta. ¡Y que no me frieguen mucho ni me miren de reojo en la calle porque les meto heridos en su casa!

Nuestro turno no tardó en llegar. Fue la misma noche que Marcos regresó al frente y que mi hermana se arrastró por la casa dando de gritos. Ya la habían calmado y todo estaba en silencio cuando tocaron la puerta de la calle. Alguien decía en la calzada:
-Requisición de cuartos vacíos.
Después sentí que mis padres caminaban por la sala.
-¿Pero tú habías declarado que teníamos cuaartos? -preguntaba mi mamá.
-Dije sólo que teníamos un depósito desocuppado. Estos heridos me los debe haber mandado Timoteo Velázquez en venganza.
-Habrá que recibirlos, pues, ¿Son peruanos o ecuatorianos?
Mi hermano Javier se levantó y entreabrió la puerta para espiar. Yo lo imité y ambos vimos como atravesaban la sala los enfermeros, llevando dos parihuelas. Mi papá, en pijama, los guiaba por el corredor que conduce a la cocina.
-Dentro de un rato iré a ver quienes son loos heridos -dijo Javier poniéndose las pantuflas-. Tú no te muevas de acá.

Cuando sentimos que los enfermeros se iban y que los viejos se acostaban, Javier salió del dormitorio con su linterna. A los cinco minutos regresó.
-¿Son peruanos o ecuatorianos? -le preguntéé.
-No sé -me respondió confundido-. No tieneen botas ni polainas. Estan descalzos.

Al día siguiente me desperté muy temprano. La presencia de esos soldados me causaba cierta opresión, como si al fin la guerra hubiera metido sus zarpas en nuestra casa.

Apenas mi madre partió para la misa de seis, me levanté y me fui corriendo al depósito. Sin el menor miramiento abrí la puerta de par en par y quedé plantado delante de los heridos. Los habían tirado en dos colchonetas de paja y ambos, a pesar de la hora, estaban con los ojos abiertos mirando fijamente las vigas del techo. Uno de ellos estaba color ceniza y sudaba y el otro tenía un brazo vendado fuera de la cama y las mejillas hundidas. Aparte de esto no vi en ellos nada especial. Parecían dos pastorcitos cajamarquinos o dos de esos arrieros que yo había visto caminando infatigables por las puntas de Ancash.
-"Son peruanos" -pensé-. ";;los ecuatorianos deben ser más peludos".
Me iba a retirar, un poco decepcionado, cuando uno de ellos dijo algo. Al volverme vi que el pálido movía los labios:
-Agua...
Al decir esto sacó una pierna por debajo de las sábanas y me mostró su rodilla: una herida se abría redonda y violácea como una hortensia en toda su floración.
Yo corrí a la cocina, sintiendo una especie de vértigo y allí me encontré con mi hermana que ponía la tetera en el fogón.
-¿Qué pasa? -me preguntó- ¡Se te ha ido la sangre de la cara!
-Uno de los heridos quiere agua -le responddí-. Tiene un tumor horrible en la rodilla.
-¡No se la des! -chilló Eulalia-. Que se mueran de sed, que revienten esos pestíferos. ¡Son ecuatorianos! Ellos son los que disparan contra Marcos. ¿Por qué los han traído acá? ¡Si no se van de la casa me voy a tirar al mar!
Ya comenzaba a llorar y yo no sabía que hacer.
-¿Quién te ha dicho que son ecuatorianos? -le pregunté.
-No sé. Anoche oí algo cuando me iba a dorrmir. ¡Ay virgencita mía, nuestra casa con los asesinos de Marcos!
Yo serví un vaso de agua y no supe si dárselo a Eulalia para calmarla o si llevársela al herido. Por último me lo bebí. En ese momento apareció mi padre.
-¿Qué haces tú sin zapatos? gritó y se llevvó a mi hermana a zamacones. Poco después regresó. Yo estaba inmóvil, con el vaso vacío en la mano.
-Seguro que has estado viendo a los heridoss -me dijo- ¿No se nos ha muerto ninguno por la noche?
-El que está medio cojo quiere agua.
-Vamos a dársela -me respondió.
Cuando entramos al depósito los heridos parecían dormitar.
-Ese es el peruano -dijo señalando al que había pedido agua-. Eh, tú abre los ojos, ¿no quieres refrescarte un poco?
Cuando el soldado abrió los ojos, mi padre, que avanzaba el brazo, se contuvo.
-Creo que me he equivocado, este es el ecuaatoriano. -¡Caramba, ayer me dijeron cuál era cuál! Ya me olvidé. ¿De dónde eres tú?
El soldado no respondió: se limitaba a mirar el vaso que mi padre sostenía en la mano.
-Toma -dijo-. Me dirás después de dónde erres.
El soldado bebió y recostándose con la almohada se volvió contra la pared y se echó a dormir.
-Pregúntale al otro -dije.
El otro había abierto los ojos y nos miraba o trataba de mirarnos, como si fuéramos sombras o pesadillas. Sus mejillas se le hundían bajo los pómulos y el mentón se le caía, dejando ver la punta de una sonrisa.
-¿Tú eres peruano? -preguntó mi padre.
El soldado abrió más la boca, parecía que se iba a reir ya, como los moribundos del camión, peor sólo dijo una palabra que no entendimos.
-¿Qué demonios dice? -preguntó mi padre-. Parece que tuviera un nudo en la lengua. Esperamos que vengan los enfermeros para que los reconozcan. Ellos sí saben de dónde son.

Los enfermeros vinieron sólo en la tarde. Estaban muy atareados y decían que se les estaba acabando las medicinas. Cuando los condujimos al depósito convertido en enfermería examinaron a los heridos. A los dos les pusieron termómetros en el ano y les tomaron la presión.
-El de acá puede todavía curarse- dijo uno de los enfermeros señalando al de la pierna herida-. Pero el otro creo que se nos va.
Al decir esto lo descubrió para que viéramos: tenía un tapón de algodones rojos en la axila y la sábana estaba toda manchada de sangre.
-¿Ese es el peruano? preguntó mi padre. Los enfermeros se miraron entre sí, consultaron unas fichas y quedaron mirando a mi padre desconcertados.
-¿Usted no lo sabe? Con todo este lío se haan perdido los documentos de identidad. Se lo averiguaremos en el hospital.

Al día siguiente la radio dijo que los ecuatorianos habían capitulado: había sido una guerra relámpago. Hubo una parada en la ciudad y a los escolares nos obligaron a desfilar con una banderita peruana en la mano. Por la noche se realizó una ceremonia en la Municipalidad, en la cual mi padre habló, en nombre de la dfensa civil. Y mientras tanto los heridos, olvidados ya se seguían muriendo en nuestra casa.
Por una confusión de la burocracia militar, esos heridos no figuraban en ninguna planilla y las autoridades querían desentenderse de ellos. En medio del regocijo del armisticio, los moribundos eran como los parientes pobres, como los defectos físicos, lo que conviene esconder y olvidar, para que nadie pueda poner en duda la belleza de la vida. Mi padre había ido varias veces al hospital para que enviaran un médico, pero sólo le mandaron de vez en cuando a un enfermero que venía a casa, les ponía una inyección y se iba a la carrera, como después de cometer una fechoría. A la semana los heridos formaban parte del paisaje de nuestra casa. Mi hermano había perdido el interés por ellos y prefería irse por las playas a cazar patillos y mi madre, resignada había asumido la presencia de los soldados, entre jaculatorias, como un pecado más:

Una mañana me llevé una enorme sorpresa: al entrar al depósito encontré a uno de los soldados. El de la pierna herida estaba de pie, apoyado contra la pared. Al verme entrar, señaló a su compañero:
-Se está muriendo, niño. Todita la noche ha llorado. Dice que ya no puede más.
El del brazo herido parecía dormir.
-Yo ya me quiero ir, niño -siguió-. Yo soooy del Ecuador, de la sierra de Riobamba. Este aire me hace mal. Ya puedo caminar. Despacito me iré caminando.
Al decir esto, dio unos pasos cojeando por el depósito.
-Que me den un pantalón. Ya no tengo calenntura. Déjenme ir, niño.
Como avanzaba hacia mí, me asusté y salí a la carrera. Mis padres se habían ido al puerto a buscar pescado fresco, pues esa noche le daban una comida a Marcos. El soldado salió hasta el corredor y desde allí me seguía llamando. Por suerte mi hermano Javier llegaba en ese momento de la calle.
-Ya sé cuál es el ecuatoriano! -dije, señallando al corredor- ¡Dice que quiere irse!
Al ver al soldado, Javier buscó su honda en el bolsillo.
-¡Tú eres nuestro preso! -gritó- ¿No sabesss que la guerra la hemos ganado? ¡regresa a tu cuarto!
El soldado vaciló un momento y regresó al depósito, apoyándose en la pared. Javier avanzó por el corredor y puso una tranca en la puerta. Después me miró.
-Montaré guardia -dijo-. De aquí nadie se nos escapa.
Mucha gente importante de la ciudad fue invitada a la comida de esa noche, entre ella, el comandante de la zona y un ecuatoriano que era dueño del "Chimborazo", el bar más grande de Paita. Marcos, que iba mucho a ese bar, había querido que lo invitaran, pues dijo que era una comida de "fraternidad". En medio de la comida llegaron los gritos del depósito.
Después de interrumpirse un momento, los invitados siguieron conversando. Pero como los gritos se repitieron mi papá se levantó.
-Tenemos unos heridos -dijo excusándose-. Vamos a ver que pasa -y mirando al dueño del "Chimborazo" agregó-. Uno es paisano de usted, según me he enterado esta mañana.
El ecuatoriano se hizo el desentendido y le llenó la copa al comandante, mientras la conversación empezaba de nuevo. Yo me levanté para seguir a mi papá.

Al entrar al depósito encendimos la luz: el peruano había aventado su ropa de cama y estaba extendido de través sobre el colchón, moviendo las piernas en el aire, como si hiciera gimnasia. Pero bastaba mirarle la cara para darse cuenta que esos movimientos no tenían nada que ver con él y que eran como de otro hombre que estuviera metido dentro del tronco.

Mi papá se agachó para sujetarle las piernas y el herido lo agarró con su mano sana de la corbata. Sus ojos miraban con terror. Sus labios comenzaban a moverse y por ellos salían sus palabras tan amontonadas que parecían formar un canto sin fin.
-¿Qué quieres? -le preguntó mi papá- ¿Quierres agua? ¿Quieres que te echen un poco de aire? ¡Pero habla en castellano, si quieres que te entienda! De Jauja, sí, ya sé que eres de Jauja, pero ¿qué más?

El herido seguía hablando en quechua. Mi papá salió rápidamente y se dirigió al comedor.
-¿Alguno de ustedes sabe quechua? -oí que preguntaba.
Algo respondió Marcos y los invitados se echaron a reír. Mi padre reapareció. El moribundo había dejado de mover las piernas y sus palabras eran cada vez más lentas.
El ecuatoriano, que había estado todo el tiempo completamente cubierto con su sábana, sacó la cabeza.
-Quiere escribir carta -dijo.
-¿Cómo sabes?
-Yo entiendo, señor.
Mi papá lo miró sorprendido.
-El y yo hablamos la misma lengua.
Mi padre me mandó traer papel y lápiz. Cuando regresé, le decía al ecuatoriano:
Díctame, pero claro. Que yo pueda escribir palabra por palabra.
Mi papá comenzó a escribir. Tenía la nariz colorada, como cuando se emborrachaba. El otro soldado le dictaba:
-En la cuadra hay tres caballos dice...el caballo del teniente dice...matadura en el anca del caballo del teniente dice... Tulio tulio dice...
-¿Quién es Tulio? -preguntó mi papá.
-¡Vivan los patriotas! -gritó alguien en ell comedor.
-¡Cierra bien la puerta! -me ordenó mi papá.
-Tulio es su hermano -dijo el soldado-. Siiga usted: ya no puede más dice... en el campo galopa rápido caballito dice... caballito de todos los colores caballito lindo dice... ay mi estomaguito dice... ay cólico le dio al teniente florcita dice... al galope voy montando dice... por campo va dice... ya no puedo más dice... diarrea dice... diarrea le dio al teniente dice... diarrea diarrea...

El moribundo dejó de hablar y comenzó nuevamente a mover las piernas. Mi papá quiso sujetárselas. Sentimos un mal olor. Vimos que el colchón comenzaba a ensuciarse. El soldado se había zurrado. Cuando mi papá le levantó la cara de los pelos, vimos que reía. Estaba ya muerto.

Los tres quedamos callados. Mi papá enderezó al soldado y la tapó con la frazada. Después quedó mirando el papel que había escrito y lo leyó varias veces.
-Habrá que mandar esto -dijo- Pero ¿a quiénn? ¿para qué?
Doblando el papel en cuatro se lo guardó en el bolsillo. En el comedor alguien lanzaba vítores por Marcos.
-¿Cuándo me iré de aquí? -preguntó el ecuattoriano-. Este aire me mata, señor. Ya puedo caminar.
Mi papá no le respondió. Regresamos al comedor, donde estaban sirviendo el postre. El dueño del "Chimborazo" descorchaba el champán que había traído de regalo.
-¿Qué ha pasado? - preguntó mi mamá por lo bajo, al ver que mi padre estaba de pie junto a la mesa, con su nariz más colorada que nunca.
-Nada - respondió y se sentó en su silla, mirando fijamente la medalla nueva que brillaba en el pecho del comandante.

*Punto de Vista:
Si bien no en Lima, - en su mayoría - las ciudades norteñas del Perú siguen mirando con antipatía, intolerancia y recelo a nuestros vecinos del Ecuador. Este cuento relata como es que las discrepancias políticas y militares que se han prolongado a los largo de los años pueden influir en el vivir de los pobladores, que con escudo en pecho, luchan sin armas , por su victoria nacional. Sin duda este cuento de Ribeyro puede ser usado hoy en día a pesar de su antigüedad.

viernes, 25 de mayo de 2012

Ridder y el pisapapeles (Julio Ramón Ribeyro)


Para ver a Charles Ridder tuve que atravesar toda Bélgica en tren. Teniendo en cuenta las dimensiones del país, fue como viajar del centro de una ciudad a un suburbio más o menos lejano. Madame Ana y yo tomamos el rápido de Amberes a las once de la mañana y poco antes de mediodía, después de haber hecho una conexión, estábamos en el andén de Blanken, un pueblo perdido en una planicie sin gracia, cerca de la frontera francesa.
—Ahora a caminar—dijo madame Ana.
Y nos echamos a caminar por el campo chato, recordando la vez que en la biblioteca de madame Ana cogí al azar un libro de Ridder y no lo abandoné hasta que terminé de leerlo.
—Y después no quiso leer otra cosa que Ridder.
Eso era verdad. Durante un mes pasé leyendo sus obras. Intemporales, transcurrían en un país sin nombre ni fronteras, que podía corresponder a una kermese flamenca, pero también a una verbena española o a una fiesta bávara de cerveza. Por ellas discurrían hombres corpulentos, charlatanes y tragones, que tumbaban a las doncellas en los prados y se desafiaban a combates singulares, en los que predominaba la fuerza sobre la
destreza, Carecían de toda elegancia esas obras, pero eran coloreadas, violentas, impúdicas, tenían la fuerza de un puño de labriego haciendo trizas un terrón de arcilla.
Al ver mi entusiasmo madame Ana me reveló que Ridder era su padrino, y es por ello que ahora, anunciada nuestra visita, nos acercábamos a su casa de campo cortando una pradera. No lejos distinguí un pedazo de mar plomizo y agitado que me pareció, en ese momento, una interpolación del paisaje de mi país. Cosa extraña eran quizás las dunas, la yerba ahogada por la arena y la tenacidad con que las olas barrían esa costa seca.
Al doblar un sendero avistamos la casa, banal como la de cualquier campesino del lugar, construida al fondo de un corral que circundaba un muro de piedra. Precedidos por una embajada de perros y gallinas llegamos a la puerta.
—Hace como diez años que no lo veo —dijo madame Ana—. Él vive completamente retirado.
Nos recibió una vieja que podía ser una gobernanta o una ama de llaves. Ridder estaba sentado en un sillón de su sala-escritorio, con las piernas cubiertas con una frazada y al vernos aparecer no hizo el menor movimiento. No obstante, por las dimensiones del sillón y el formato de sus botas, pude apreciar que era extremadamente fornido y comprendí en el acto que entre él y sus obras no había ninguna fisura, que ese viejo corpachón, rojo, canoso, con un bigote amarillo por el tabaco, era el molde ya probablemente averiado de donde habían salido en serie sus colosos.
Madame Ana le explicó que era un amigo que venía de Sudamérica y que había querido conocerlo. Ridder me invitó a sentarme con un ademán frente a él mientras su ahijada le daba cuenta de la familia, de lo que había sucedido en tantos años que no se veían. Ridder la escuchaba aburrido, sin responder una sola palabra, contemplando sus dos enormes manos curtidas y pecosas. Tan sólo de vez en cuando levantaba un ojo para observarme a través de sus cejas grises, mirada rápida, celeste, que sólo en ese momento parecía cobrar una irresistible acuidad. Luego recaía en su distracción, en su torpor.
La gobernanta había traído una botella de vino con dos vasos y una tisana para su patrón. Nuestro brindis no encontró ningún eco en Ridder, que sin tocar su tisana jugaba ahora con su dedo pulgar. Madame Ana seguía hablando y Ridder parecía, si no complacerse, al menos habituarse a esa cháchara que amoblaba el silencio y lo ponía al abrigo de toda interrogación.
Aprovechando una pausa de madame Ana pude al fin intercalar una frase.
—He leído todos sus libros, señor Ridder, y créame que los he apreciado mucho. Pienso que es usted un gran escritor. No creo exagerar: un gran escritor.
Lejos de agradecerme, Ridder se limitó una vez más a clavarme sus ojos celestes, esta vez con cierto estupor, y luego, con la mano, indicó vagamente la biblioteca de su sala, que ocupaba íntegramente un muro, desde el suelo hasta el cielo raso. En su gesto creí comprender una respuesta: “Cuánto se ha escrito.”
—Pero dígame, señor Ridder —insistí—, ¿en qué mundo viven sus personajes? ¿De qué época son, de qué lugar?
—¿Época? ¿Lugar? —preguntó a su vez y volviéndose a madame Ana la interrogó sobre un perro que seguramente les era familiar.
Madame Ana le contó la historia del perro, muerto ya hacía años y Ridder pareció encontrar un placer especial en el relato, pues se animó a probar su tisana y encendió un cigarrillo.
Pero ya la gobernanta entraba con una mesita rodante anunciándonos el almuerzo, que tomaríamos allí en la sala, para que el señor no tuviera que levantarse.
El almuerzo fue penosamente aburrido. Madame Ana, agotado ya su repertorio de novedades, no sabía qué decir. Ridder sólo abría la boca para engullir su comida, con una voracidad que me chocó. Yo reflexionaba sobre la decepción, sobre la ferocidad que pone la vida en destruir las imágenes más hermosas que nos hacemos de ella. Ridder poseía la talla de sus personajes, pero no su voz, ni su aliento. Ridder era, ahora lo notaba, una estatua hueca.
Sólo cuando llegamos al postre, al beber medio vaso de vino, se animó a hablar un poco y narró una historia de caza, pero enredada, incomprensible, pues transcurría tan pronto en Castilla la Vieja como en las planicies de Flandes y el protagonista era alternativamente Felipe II y el mismo Ridder. En fin, una historia completamente idiota.
Luego vino el café y el aburrimiento se espesó. Yo miraba a madame Ana de reojo, rogándole casi que nos fuéramos ya, que encontrara una excusa para salir de allí. Ridder, además, embotado por la comida, cabeceaba en un sillón, ignorándonos.
Por hacer algo me puse de pie, encendí un cigarrillo y di unos pasos por la sala escritorio. Fue sólo en ese momento cuando lo vi: cúbico, azul, transparente, con las aristas biseladas, estaba en la mesa de Ridder, detrás de un tintero de bronce. Era exacto al pisapapeles que me acompañó desde la infancia hasta mis veinte años, su réplica perfecta. Había sido de mi abuelo, que lo trajo de Europa a fines de siglo, lo legó a mi padre y yo lo heredé junto a libros y papeles. Nunca puede encontrar en Lima uno igual. Era pesado, pero al mismo tiempo diáfano, verdaderamente funcional. Una noche, en Miraflores, fui despertado por un concierto de gatos que celaban en la azotea. Salí al jardín, grité, los amenacé. Pero como seguían haciendo ruido, regresé a mi cuarto, busqué qué cosa arrojarles y lo primero que vi fue el pisapapeles. Cogiéndolo, salí nuevamente al jardín y lancé el artefacto contra la buganvilla donde maullaban los gatos. Estos huyeron y pude dormir tranquilo.
Al día siguiente, lo primero que hice al levantarme fue subir al techo para recoger el pisapapeles. Inútil encontrarlo. Examiné la azotea palmo a palmo, aparté una por una las ramas de la buganvilla, pero no había rastro. Se había perdido, para siempre.
Pero ahora, lo estaba viendo otra vez, brillaba en la penumbra de ese interior belga. Acercándome lo cogí, lo sopesé en mis manos, observé sus arista quiñadas, lo miré al trasluz contra la ventana, descubrí sus minúsculos globos de aire capturados en el cristal. Cuando me volví hacia Ridder para interrogarlo, noté que interrumpiendo su siesta, me estaba observando, ansiosamente.
—Es curioso —dije mostrándole el pisapapeles—. ¿De dónde lo ha sacado usted?
Ridder acarició un momento su pulgar.
—Yo estaba en el corral, hace de eso unos diez años —empezó—. Era de noche, había luna, una maravillosa luna de verano. Las gallinas estaban alborotadas, pensé que era un perro vecino que merodeaba por la casa. Cuando de pronto un objeto cruzó la cerca y cayó a mis pies. Lo recogí, era el pisapapeles.
—Pero, ¿cómo vino a parar aquí?
Ridder sonrió esta vez:
—Usted lo arrojó

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